Carretera a Puerto Quetzal, Palín, Escuintla. Rodando a cien kilómetros por hora cualquier camino es la nada. Ni siquiera los ojos entrenados se sienten satisfechos por los paisajes que vuelan a la par, sobre el hombro izquierdo, sobre el hombro derecho, a nuestras espaldas, inevitablemente al frente nuestro.
Ya he sentido, una vez, dos veces, la necesidad irracional de quedarme sentado a la vera del camino. Dejar que sea mi ser uno con el paisaje que apenas he logrado atisbar. Deseo trunco cual ningún otro.
Pero son caminos al fin. Caminos que nutren ese deseo de tener una ruta a nuestra disposición, a nuestro alcance. Ruta que hacemos porque nos llama, porque nos es necesaria. Al fin sentimos y dejamos ser a nuestra voluntad que se marchitaría enfrente del televisor o en una oficina, en el aula gris, en el reflejo de la mirada de un perro que está atado.
Rodar y ver. Ningún camino es pasaje cerrado aunque parezca que termine en ese recodo, en ese muro, en ese cerco. Y si es verde lo que nos muestra, pues será verde eterno en nuestra memoria, en ese trozo de viento que nos mantiene vivos en esta jaula de concreto que tenemos por casa.
En cada camino somos otros: Somos esos que se sienten felices por cada dato geográfico, por cada nombre de pueblo visto, por cada cima que se nos presenta al alzar la vista. Somos esos que reniegan de lo que atrás queda y afincan su felicidad en el lugar donde recalan, en ese lugar donde fugaces estarán. Somos, también, los que nunca atienden la lógica, los que se convierten en seres lúdicos y se vuelven adictos al disfrute que los pasos brindan. Esta última condición nos pone cada vez más lejos del lugar de donde partimos, de ese mítico lugar donde, se cree, todo inició.
Mis caminos casi siempre son compartidos y soy, creo, una mezcla de esos pareceres que he enlistado. No puedo vivir ya con caminos cortos, aunque, a veces, sean apenas mi dósis, mi salvación.